sábado, 17 de enero de 2009

Filosofía y Ciencia: ¿Hay ruptura en el conocimiento? por Roberto Casales García


Tanto la Filosofía como la Ciencia, entendiendo por la última principalmente a la Ciencia experimental, buscan ser un conocimiento racional del mundo. Sin embargo, a lo largo de la historia del pensamiento humano, llámese filosófico o científico, podemos encontrar dos posturas sobre la continuidad o ruptura de este conocimiento. En sus inicios, tanto la Filosofía como la Ciencia eran concebidas como una unidad del conocimiento racional regida principalmente por el modelo epistémico. Ya sea que se estudiara a la naturaleza, las acciones del hombre o al ser en cuanto tal, el modelo epistémico apodíctico, junto con la lógica como cierto instrumento, se hallaba en la base de todo conocimiento racional. No obstante, entre el siglo XVII y XVIII hubo una serie de rupturas entre estos dos tipos de conocimiento. Lo cual ha llevado a muchos pensadores a afirmar que el conocimiento verdadero se encuentra sólo de un lado de la balanza y, del mismo modo, dejando al otro como una mera quimera.
De esta forma encontramos autores que apuestan por el conocimiento científico experimental, como los autores del Círculo de Viena, y otros que apuestan por la filosofía. En este trabajo no pretendo dilucidar las causas de dicha ruptura, ya que eso me llevaría a analizar las posturas de diversos autores, lo cual no es la intención de este trabajo. Por esta razón el trabajo se centrará a hacer una breve reflexión sobre este problema, esto es, reflexionar acerca de si la Filosofía y la Ciencia se oponen radicalmente o no; lo cual representa uno de los principales problemas de hoy en día en el campo del saber en general.
Es por eso que la cuestión del presente ensayo se puede resumir a la siguiente: ¿si hay o no una ruptura en el conocimiento racional? Pero para poder contestar a esta pregunta hay una serie de cosas que hay que resolver con cierta anterioridad. Primero debemos preguntarnos si realmente Filosofía y Ciencia son dos tipos de conocimiento distintos o no. Ya que si se identifican totalmente como conocimiento racional, entonces la ruptura es imposible, pues dentro de ellas no cabe ninguna forma de oposición. Sin embargo, si pueden ser considerados como dos tipos diferentes de conocimiento, entonces cabría preguntarnos si existe en ellos una ruptura o una continuidad. Una ruptura en el conocimiento implicaría que ambos tipos de saberes se oponen uno del otro de manera inconmensurable, tal y como puede verse desde el positivismo de Comte. Si existe una ruptura entre ambas formas de conocimiento, entonces nos encontramos con una especie de averroísmo latino pero entre Filosofía y Ciencia, donde cada una de ellas nos llevaría a una verdad distinta e irreconciliable. Cuestión que, en principio, parece llevarnos a una triple opción, o adoptar una preferencia de la Filosofía sobre la Ciencia experimental, o dar preferencia a la Ciencia experimental como madre tutora en el camino al conocimiento, o, en última instancia, apostar por la verdad de ambas aún cuando una contradiga a la otra.
Así, lo primero que haré será analizar una parte de la definición de filosofía para ver si podemos encontrar o no esta identidad entre Filosofía y Ciencia. Si dentro de la definición encontramos esta identidad, luego no tendrá sentido cuestionarnos sobre si hay una continuidad o una ruptura, ya que, como mencioné arriba, la identidad implica una unidad implícita, de forma que no cabe ninguna forma de oposición. Para analizar esta definición me haré un primer acercamiento desde la etimología de la palabra.
En la etimología de esta palabra encontramos que se compone de dos raíces griegas, a saber, Philos y Sophia. La primera, por su parte, alude a la idea de amor entendida como “tendencia a”. La segunda, por otra parte, se refiere a la sabiduría misma, la cual tiene implícita la noción de verdad, puesto que no hay saber falso; saber siempre es saber con verdad. De este modo podemos definir, en primera instancia, a la filosofía como una tendencia o búsqueda de la sabiduría, esto es, como una búsqueda de la verdad. Por ahora no me ocuparé del todo sobre la cuestión de los límites y alcances de esta búsqueda o tendencia, no obstante, es importante señalar que esta tarea es una “búsqueda sin fin”.
Ahora bien, de esta noción de Filosofía parece que en principio sí hay una cierta identidad con la Ciencia, puesto que la Ciencia también busca saber con verdad. En este punto podemos reforzar lo anteriormente dicho afirmando que ambas son conocimientos racionales de la realidad y, por ende, del mundo; ambas buscan o tienden a la sabiduría en cierto modo. De aquí podemos ver una primera solución al problema, a saber, sostener que Filosofía y Ciencia experimental se identifican plenamente. Con esto es posible rescatar una visión del conocimiento como unidad, pero con un gran costo, a saber, o reducimos la Filosofía a la Ciencia experimental, o reducimos la Ciencia experimental a la Filosofía. Por una parte, reducir la Filosofía a la Ciencia experimental, no obstante, tiene sus peligros, pues, por ejemplo, no habría forma de hablar del hombre a no ser como ser vivo, como animal, pero jamás podríamos partir de la biología para llegar a hablar de un alma y mucho menos del hombre como ser personal, ya que eso excede el campo mismo de la biología.
Estudiar al hombre, desde esta postura, se reduciría, en gran parte, a una anatomía o a una pretendida antropología positiva. Esto no quiere decir que estos estudios no sean importantes, ya que aportan grandes avances al conocimiento del hombre. Sin embargo, para poder comprender al hombre, siguiendo con el mismo ejemplo, no basta quedarnos con estos aportes[1]. Con esto tampoco quiero decir que un científico experimental quede reducido a su campo de estudio, pero un campo de estudio (por ejemplo la física) tiene sus limitaciones. Un científico experimental, por tanto, no está vedado de hacer filosofía (así encontramos casos extraordinarios de científicos que han hecho grandes aportes a la filosofía, tales como, por ejemplo, Husserl, Frege o el mismísimo Einstein). El campo de estudio de la Ciencia experimental, en consecuencia, no abarca al campo de estudio de la filosofía, no obstante, es menester de todo científico o filósofo el reflexionar a partir de estos datos aportados por el campo de la ciencia experimental. Así encontramos tanto a científicos que hacen filosofía, como filósofos que hacen su tarea a partir de los avances de la ciencia.
A raíz de estas observaciones podemos afirmar que la Filosofía no puede ser reducida a la Ciencia experimental (tal y como es el caso dentro de la Metafísica, pues ésta no puede ser reducida a la Física). No obstante, falta examinar una segunda posibilidad, a saber, que la Ciencia experimental se reduzca a la Filosofía. Como ya se ha mencionado, tanto la Filosofía como la Ciencia buscan un conocimiento racional de la realidad y del mundo, sin embargo hemos notado algunas diferencias en la forma de acercarse a su objeto. De esta forma, reducir la Ciencia experimental a la Filosofía o a la inversa implicaría sacar o a la Ciencia experimental o a la Filosofía de sus ámbitos específicos. Sacar a una de ellas de su ámbito e introducirlo al de la otra conlleva grandes pérdidas de ambos lados, pues se corre el riesgo de perder lo esencial de cada una de ellas. Así, la reducción de una a la otra, dadas las observaciones hechas, no es una postura que nos ayude a salir del problema, sino que genera otra serie de conflictos. No obstante, de esta primera postura habría que rescatar la unidad del conocimiento, puesto que hemos visto que no se tampoco hay una oposición[2].
Con esto podemos concluir que no hay una identidad entre Ciencia experimental y la Filosofía. De esta premisa se podría pensar que hay una ruptura del conocimiento, sin embargo, esto no es necesariamente así, ya que desde este punto pueden surgir dos posturas. Si bien la primera postura apostaba por la identidad entre Filosofía y Ciencia experimental, una segunda postura sería apostar por la ruptura misma del conocimiento. Una ruptura en el conocimiento, en el fondo, implica la renuncia a una de estas formas de conocimiento o, al menos, a aceptar una serie de contradicciones, puesto que o apostamos por una vía racional del conocimiento o nos quedamos con ambas (esto sería el averroísmo latino entre Filosofía y Ciencia experimental). Si apostamos todo por alguna de las dos, por una parte, renunciamos a la otra, y con esto renunciamos a lo que sería su verdad. Al tener el saber escindido, y con esto a la verdad misma, optar por sólo un tipo de saber nos lleva a renunciar a la verdad de la otra.
Esta especie de averroísmo latino nos llevaría primeramente a escoger entre ambos saberes racionales y, con esto, a una cierta renuncia. Por otra parte, podríamos acoger ambas verdades, dándole el mismo valor a ambas y sin tener que renunciar a una de ellas. Al aceptar esta postura también estaríamos aceptando una serie de absurdos y contradicciones, puesto que lo que para la Ciencia es para la Filosofía puede no ser y a la inversa, ya que nos encontramos con un saber escindido y aparentemente irreconciliable, esto es, con dos posturas inconmensurables. Ante esta aparente ruptura nos enfrentamos a un problema más, a saber, una pérdida en el saber. La filosofía, por un lado, rechazaría cierto conocimiento del mundo, y con esto corre el riesgo de perder al mundo mismo (uno no puede, por ejemplo, conocer plenamente al hombre, ni puede hacer epistemología o gnoseología si no tiene conocimientos de anatomía y biología). La Ciencia experimental, por otro lado, perdería sus fundamentos y sus presupuestos metafísicos básicos, esto es, perdería su propia actividad; “Es el dogmatismo científico el que tiene efectos paralizantes para la ciencia”[3].
Lo que se concluye de aquí es que esta segunda postura, justo al apostar por una ruptura, considera al saber filosófico y al científico como radicalmente opuestos, lo cual hace que esta postura no sea la más óptima para resolver este problema. Sin embargo, puesto que tanto una como la otra requieren del saber de la otra para poder buscar la verdad, ya sea porque la Ciencia experimental en el fondo se sostiene bajo presupuestos metafísicos, ya sea porque la Filosofía necesita partir del conocimiento científico para no perder al mundo. De esta forma, una postura que sostenga la ruptura del conocimiento es, por tanto, insostenible, ya que ambas van de la mano en el camino de la sabiduría. Lo cual nos lleva a una tercera postura, a saber, que hay unidad en el conocimiento, aún cuando Ciencia experimental y Filosofía no se identifiquen plenamente.
En esta postura encontramos un saber que no es escindido, sino que es un saber unitario, donde no hay más que una sola verdad común (en contraposición al averroísmo latino de la ciencia). El saber se encuentra bajo una continuidad entre dos ciencias, a saber, la filosófica y la experimental. Éstas no se identifican plenamente, sin embargo permiten que tanto el científico como el filósofo realicen grandes aportaciones la una a la otra.
Sobre la anterior afirmación Artigas dice que: “La ciencia experimental, por su propia naturaleza, se limita a estudiar causas y efectos materiales que se pueden poner en relación con observaciones y experimentos. Por eso, nada tiene que decir acerca de Dios: ni a favor ni en contra. Es descabellado intentar probar la existencia de Dios mediante la pura ciencia experimental, y no lo es menos utilizarla para apoyar el materialismo o el ateísmo. /Pero la reflexión sobre la ciencia sí puede llevar hacia Dios”[4].
Desde la continuidad del saber es posible, por tanto, tener un mayor acercamiento a esa verdad que tanto anhelan. Del modo contrario, esto es, bajo una postura como la primera o la segunda, la verdad nos queda oculta o entre falsas identidades reduccionistas, o entre aparentes precipicios y cavernas que no hacen más que escindir lo que en la realidad es unidad. No podemos decir, por tanto, que la Filosofía y la Ciencia experimental se identifiquen plenamente, pero tampoco podemos afirmar que exista un abismo entre ellas que las separe radicalmente. Tiene que haber, por consiguiente, una continuidad en el saber, de tal modo que la una requiere de la otra para su propia actividad, así la Filosofía sin Ciencia experimental es ciega, pero la Ciencia experimental sin filosofía es vacía. Esto nos da pie a buscar un saber que sea interdisciplinario y no uno con diversos campos estancados e inconmensurables. La Ciencia en general, no filosófica, no experimental, establece una continuidad entre sus diversas disciplinas, de tal forma que esa interdisciplinariedad nos permite hablar de concausalidades tal y como de hecho se dan en los sistemas complejos adaptativos.
A modo de conclusión diremos que la interdisciplinariedad existente entre las diversas disciplinas, nos permite, recíprocamente, hablar de dicha continuidad en el conocimiento. Esta interdisciplinariedad enriquece el planteamiento científico en general, haciendo de esta “búsqueda sin fin” un trabajo más sólido. Con esta interdisciplinariedad, tanto en la Filosofía como en la Ciencia experimental, se logra una mutua cooperación en la búsqueda de la verdad. Así, una aporta importantes descubrimientos a la otra y a la inversa. Con estas aportaciones se logra un estudio más sólido sobre el cosmos y se evitan excesos que surgen de ambos lados de la balanza.
[1] La Ciencia experimental tiene sus limitaciones, esto lo expresa Mariano Artigas en: ARTIGAS, Marciano. Las fronteras del evolucionismo. Madrid-España: Libros mc. 1991. P.74. cuando dice: “La ciencia experimental no puede afirmar directamente la existencia del alma, y tampoco puede negarla. Pero puede aportar datos válidos para la reflexión que lleva hasta el alma… la ciencia experimental presupone unas bases metafísicas…Las ciencias no pueden proporcionar un saber total que permita dar sentido a la vida humana”.
[2] Esto se puede ver en los párrafos anteriores cuando mencionamos que el científico también hace aportaciones filosóficas, aún cuando su campo de estudio sea sólo el experimental.
[3] ARTIGAS, Marciano. Las fronteras del evolucionismo. Madrid-España: Libros mc. 1991. P. 81.
[4] ARTIGAS, Marciano. Las fronteras del evolucionismo. Madrid-España: Libros mc. 1991. P. 51.

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